sábado, 26 de noviembre de 2016

* Ignacio Gómez de Liaño Alamillo; Conocimiento y Sabiduría-4 *

***Hermosa noche de Sábado para todos.

Cuánta historia, cuánto detalle, no formó parte de nuestra llamada *educación*, pues claro...lo poco que nos enseñaban era demasiado aburrido y lejano como para interesarnos por ella.
Tal vez hasta el sistema educativo hecho adrede, propende a que en edades tempranas no nos interese asimilar cosas para que, si algún día ya de grandes las volvemos a ver...hagamos un gesto como diciendo; *¡¡puajjj!!! ésto es muy denso e inútil*.

Será por eso que un día, ya de grandes, cuando una cosa nos fué llevando a otra, y caemos en ésta historia despreciada, en lugar de rechazarla...la aceptamos, nos interesa, porque tiene que ver con mucho de lo que somos como humanidad en todo sentido, en el de las cosas terrenales y en el de las cosas celestiales.
Buen extracto de Don Ignacio para seguir entendiendo cómo se gestó la Ciencia y el Conocimento que han sido borrados de nuestros archivos mentales.




La Serpiente celeste

¿Qué constelación figuraba como mojón inicial del itinerario mnemònico?
¿La Osa Menor, cuya estrella polar señala el polo celeste? No es probable, pues el círculo de la eclíptica es oblicuo al del ecuador celeste, al que atraviesa en dos
puntos que están, respectivamente, en Aries =equinoccio de primavera= y en Libra, o Pinzas del Escorpión =equinoccio de otoño=, y, por tanto, el polo de la eclíptica
no es el mismo que el celeste, aunque está próximo a éste.

El polo de la eclíptica fue objeto de un importante debate a finales del siglo II a. C. =siendo todavía joven Metrodoro= a raíz del descubrimiento que hizo Hiparco
de la precesión de los equinoccios.

Tras observar la aparición de una estrella nova en la constelación del Escorpión en el 134 a. C., Hiparco compiló un catálogo de más de mil estrellas con las coordenadas de cada una de ellas. Al comparar las posiciones con las que habían dado Timócaris y Aristilo ciento cincuenta años antes, advirtió que las distancias de las estrellas a los puntos equinocciales habían cambiado, aumentando de un modo general las longitudes celestes en dirección de occidente a oriente.

Hiparco comprendió que esta alteración no era debida a algún movimiento de las estrellas no observado hasta entonces, sino al cambio de posición de los puntos equinocciales. Como estos puntos están determinados por la intersección del ecuador con la eclíptica, concluyó que uno de esos dos círculos tenía que haber cambiado de posición. Pero como no se observaba ninguna variación en la oblicuidad de la eclíptica ni en las latitudes de las estrellas, Hiparco dedujo que el ecuador celeste se había desplazado lentamente de oriente a occidente, manteniendo constante su inclinación respecto de la eclíptica.

El fenómeno de la precesión de los equinoccios le llevó a establecer dos clases de año, el *año trópico*, intervalo comprendido entre dos pasos sucesivos del Sol
por uno de los puntos equinocciales, y el *año sideral* o intervalo comprendido entre dos conjunciones sucesivas del Sol con la misma estrella.
Además de conmover los fundamentos de la astronomía al revelar el polo absoluto del universo =polo de la eclíptica=, Hiparco echó abundante combustible a las especulaciones sobre las edades del mundo a que eran muy dados los estoicos, los cuales habían intentado calcular la duración de los ciclos de creación y
destrucción del universo.

El Gran Año, eón o edad del universo =período entre dos conflagraciones sucesivas=, estaba determinado por los movimientos de los planetas; *es completado cuando el Sol, la Luna y los cinco planetas, una vez acabadas todas sus trayectorias, vuelven a ocupar las mismas posiciones relativas los unos respecto de los otros. La duración de este período es ardorosamente debatida, pero tiene que ser necesariamente un tiempo fijo y definido* =Cicerón, De nat. dear. II 2 0 , 51-52=.

Con la precesión de los equinoccios, Hiparco descubría un nuevo ciclo temporal, que estaba determinado por una relación cosmológica más fundamental que la planetaria: la traslación de los puntos equinocciales. Este nuevo ciclo lo constituía el desplazamiento de la esfera celeste en torno a un eje, hasta entonces desconocido, que pasaba a ser el eje de rotación del universo.

Hiparco calculó con notable exactitud el tiempo que tarda la esfera en efectuar un giro completo alrededor del eje =con el desplazamiento de los equinoccios por los 12 signos zodiacales=, giro que, como hoy sabemos, se efectúa en unos 25.860 años.
El sensacional descubrimiento significaba que el axis mundi no es estable, sino que se desplaza, con la consecuencia de que con el paso del tiempo el Sol inicia las estaciones en signos diferentes.

El Sol que hoy vemos salir por el este, dentro de doce mil años saldrá por el oeste de ahora. Dos mil años antes del descubrimiento de Hiparco el equinoccio de primavera no estaba en Aries sino en Tauro, y milenios después estará primero en Piscis y después en Acuario. Igualmente, dos mil años antes de Hiparco la estrella que marcaba el polo ártico no era la Polar, sino la legendaria Thuban del Dragón, y dentro de doce mil lo marcará Vega, de Lira, una de las estrellas más brillantes del firmamento.

La precesión de los equinoccios propiciaba una conciencia nueva de la organización del tiempo, que debió de parecer semejante a la que, dos siglos antes, describió Platón en un mito del Político. Es un mito tan extraño que se le podría llamar el mito del mundo al revés. El filósofo imaginó que en la edad actual, la de Zeus, todo marcha al revés de como marchaba en la anterior, la Edad de Oro de Cronos, cuando el Sol y los astros *se ponían en el mismo lugar por donde hoy salen y salían por el lado opuesto*. Platón pensaba que ese cambio fue repentino y que constituyó la mayor de las revoluciones celestes.

En la Edad de Cronos los hombres nacían del seno de la tierra =en la de Zeus es la tierra quien los recibe al morir= y según avanzaban hacia la muerte se iban haciendo cada vez más niños:
*El cabello blanco de los ancianos se ennegrecía; las mejillas sumidas y arrugadas recobraban su tersura y devolvían a cada uno su pasada juventud; los cuerpos
de la gente muy joven, volviéndose más tiernos y pequeños de día y de noche, llegaban a tener la forma de los recién nacidos.

Al terminar este proceso, todo se desvanecía y volvía a la nada. Los cuerpos de los que perecieron violentamente en el cataclismo pasaban por las mismas transformaciones con una rapidez que no permitía distinguir nada y desaparecían completamente en pocos días*.

Tal vez Platón presintió el desplazamiento de los puntos equinocciales gracias a su colaboración con el gran astrónomo Eudoxo.

Como quiera que sea, en el mito del Político debió de verse una anticipación del descubrimiento de Hiparco.
El descubrimiento de Hiparco tenía otra consecuencia interesante: la constelación del Dragón =Draco= obtenía una inesperada preeminencia. Por hallarse en el centro de revolución del polo absoluto de los cielos, pasaba a ser el gozne y quicio del universo. En las cartas astrales confeccionadas a partir de Ptolomeo el Dragón suele figurar en el centro del planisferio, como se ve en los carolingios basados en modelos de la Antigüedad.

También hemos visto esa constelación en el centro de la Tabula Bianchini. Es, pues, seguro que el Dragón celeste se encontraba en el centro del diagrama de Metrodoro y era el jalón inicial del itinerario mnemónico.
Metrodoro conocía, sin duda, los prestigios legendarios de este monstruo. Era el guardián del Jardín de las Hespérides =cuadro alegórico de los cielos, con los astros-frutas resplandeciendo en el cielo-árbol=, y figuraba como atributo del dios de la medicina Asclepios y en el caduceo =imagen del axis mundi= de Mercurio, dios del Logos y de los viajes, particularmente del que hacen las almas al Hades.

Desde tiempos remotos el Dragón era visto como la criatura cósmica por excelencia. Se lo imaginaba abrazando con sus anillos, como si fuera una cadena, la esfera del cielo. En los sellos mesopotámicos el Dragón conecta =el extremo de su cola toca el corpachón de la Osa Mayor= con la serpiente de la constelación Ofiuco =portador de la serpiente=, que marcaba toscamente el ecuador celeste y la intersección de éste con el meridiano equinoccial, y empalma, más abajo, con la también serpentina Hidra, que ciñe longitudinalmente una buena porción del cielo. Estas tres constelaciones =Draco, Ofiuco e Hidra= formaron en otro tiempo una sola serpiente que ponía ante los ojos de los observadores mesopotámicos algunas de las principales divisiones del universo.

El Dragón proporcionaba así el conocimiento del cielo estrellado.
Al ser representado éste como un árbol, cuyos frutos eran las estrellas y cuyo tronco simbolizaba el eje de rotación de los cielos, se vio a la Serpiente celeste enroscándose en el tronco del árbol cósmico. Metrodoro debió de pensar que el guardián que se enrosca en torno a su diagrama de la memoria =y Árbol del Conocimiento= era el Dragón celeste y que su situación en el centro de los loci mnemónicos era muy conveniente.

Siempre insomne, en vela siempre, como los astrónomos, Draco esconde en la raíz de la voz que lo designa la clave de su significación originaria, pues tiene la misma etimología que el verbo derkein, =ver=. Como el Dragón es la criatura que permite ver la estructura del universo, en el diagrama de Metrodoro debía ocupar el punto más elevado de los cielos, el centro, exactamente como en el planisferio de Germánico, que se ha conservado en una copia carolingia de hacia el año 1000 =Cod. Bernensis, 88, fol. llv=.


Al contemplar al Dragón en el curso de sus meditaciones, el ministro del rey del Ponto debió de musitar más de una vez los versos de Arato:
*el Dragón serpentea, gran maravilla, terrible visión, entre las estrellas, como un río que corre raudamente, se arrastra el torvo Dragón torciéndose en lo alto y en lo bajo, y enroscándose en sinuosas curvas su cuerpo de reptil*.
La confirmación de la hipótesis según la cual el Dragón se halla en el centro del cosmograma metrodoriano la encontramos en las escuelas gnósticas más proclives a utilizar diagramas cosmológicos. Algunas de las más antiguas veneraban a la Serpiente, pero no a la rastrera terrestre, sino a la celeste.

Hipólito de Roma =siglo III=, al tratar de los peratas =gnósticos próximos a los ofitas-naasenos=, dice:

*Y si alguien posee ojos bienaventurados, cuando levante la mirada hacia el cielo verá la bella imagen de la Serpiente que está en el gran principio del cielo, convertida en principio de todo movimiento para todos los seres engendrados, y sabrá también que fuera de él =es decir, del Hijo del Hombre-Serpiente celeste= nada subsiste, ni los seres celestiales, ni los terrenos ni los infernales . Sobre él =el Hijo del Hombre= se halla *el gran signo* que se hace visible en el cielo para los que sean capaces de ver. Pues en torno a su cúspide, es decir, a su cabeza se mezclan entre sí poniente y levante*.


El calendario de Metrodoro existió en tiempos de Metrodoro en una región cercana al reino de Mitrídates. Lo utilizó, como ordenación del tiempo revelada por Dios, un grupo que daba gran importancia a la gnosis y la sabiduría. Ese grupo, que se situó al margen de la religión oficial, es el de los esenios de Qumrán. Para ellos el calendario que acabamos de describir era la réplica terrena de los coros angélicos que ofician en el Templo celeste. *El elemento tiempo =dice Geza Vermes sobre los sectarios de Qumrán= era crucial, a juzgar por las numerosas referencias a él, tanto en cuanto a fechas como a horas*.

A diferencia del calendario normal del judaísmo, que se regía básicamente por los movimientos de la Luna y que constaba de 12 meses con 354 días en total =la duración de los meses variaba entre 29 y 30 días=, *la secta de Qumrán rechazó este sistema aparentemente artificial e introdujo en su lugar un cómputo cronológico, probablemente de origen sacerdotal, basado en el Sol*. 
El rasgo característico del calendario qumranita era su absoluta regularidad, pues constaba de 364 días, con lo que era divisible en 52 semanas exactas. Las estaciones duraban 90 días =30 + 30 + 30=, a los que se sumaba un día adicional de *rememoración*, que enlazaba una estación con otra; 3 x 30 + 1 = 91 = 13 x 7 = 91.


El calendario qumranita constaba, pues, de 360 días normales repartidos en 12 meses = 360=, más 4 días estacionales, expresamente llamados de *rememoración*,
entre los meses 3-4, 6-7, 9-10 y 12-1, más otro día, verosímilmente, aunque de él no hay constancia en los rollos llegados a nosotros, para redondear la cifra de 365.
El calendario metrodoriano del curso escolar debía de ser semejante. Nadie se habría sorprendido de una innovación como la suya, pues los intentos de afinar los procedimientos calendarísticos para computar el tiempo son una de las tendencias típicas de los siglos II y I a. C. Es probable que, dado su deseo de fundar un gran imperio griego contra Roma, Mitrídates crease un calendario solar y armonioso mediante el cual homogeneizar la variedad de sus estados.

En las reformas del calendario =por ejemplo, la de Julio César, que está aún en vigor= lo normal fue que se adoptase como base el período de la revolución solar; que se asociara cada arco de 3 signos a cada una de las 4 estaciones del año; cada signo, a cada uno de los meses; cada decano, a cada período de 10 días; y cada grado, a un día =divisible astronómicamente en 60 minutos de 60 segundos, y calendarísticamente en 12 horas=. Aunque se sabía que no hay una perfecta correspondencia entre signo y mes, ni entre día y grado, eso no fue óbice para la equiparación del sistema que dividía el año en 365 días y 1/4 y el que dividía la eclíptica en 360 grados. 
Resulta curioso que los qumranitas denominasen los 4 días suplementarios estacionales con el nombre de *días de rememoración*. No es inverosímil que así los llamasen los escolarizados conforme al diagrama de Metrodoro.

Los Planetas

Como la tendencia a liberar la esfera de las estrellas fijas, donde se halla el Zodíaco, del sistema de los planetas apunta ya en Platón, se refuerza en Aristóteles y culmina en los siglos I a. C. y I-II d. C., se debe suponer que los Planetas no estaban dentro del diagrama mnemònico de Metrodoro, sino fuera y debajo del círculo zodiacal. Su función debió de ser propedéutica, conforme a la doctrina =que ya ha empezado a generalizarse en los tiempos de Metrodoro= según la cual el alma, al liberarse con la muerte de su cuerpo terrenal, emprende un vuelo ascensional por los cielos planetarios en el que ha de ir desprendiéndose de las adherencias *animales* o *psíquicas* que le implantaron los Arcontes de los Planetas cuando, al nacer, descendió a la Tierra.

Se imaginó que los arcontes trataban de obstaculizar el ascenso del alma, y que sólo cuando ésta lograba someterlos estaba en condiciones de *salvarse*, lo que no era otra cosa que reintegrarse en el seno del Padre-Zeus a través de la esfera de las estrellas fijas. 
Si Metrodoro estaba de acuerdo con esta doctrina, que es a grandes rasgos la de su coetáneo Posidonio, entonces los Planetas no pertenecían al diagrama mnemònico propiamente dicho, pero definían su preámbulo.

Mientras que el diagrama zodiacal representa el orden de Sofía-Pronoia y el Logos, los Planetas son sólo los animalescos peldaños de la escala por donde el alma ha de subir a aquel orden supremo. Por consiguiente, si Metrodoro complementó su diagrama con otro de típo planetario, éste debía de ser la expresión gráfica de la agònica ejercitación moral que contra los vicios asociados a los Planetas debía realizar el candidato antes de ingresar en la Ciudad divina cuyas murallas representaba el cerco zodiacal. Una vez cruzado este cerco, el alma podía circular por los palacios del Cielo-Sabiduría y contemplar, en la acrópolis del cielo, la Serpiente-Logos, imagen celeste del Dios Intelecto.

De algunos grupos gnósticos sabemos que utilizaron variantes del Campo para representar nociones de carácter fisiológico y anatómico. En la Apophasis megale,
atribuida a Simón el Mago =siglo I d.C.=, el Paraíso representa el útero; el Edén, la placenta; el río del Paraíso, el cordón umbilical; los cuatro brazos de éste, las *dos arterias conductoras del pneuma y las dos venas conductoras de sangre*. Esas nociones son relacionadas también con el ombligo, el hígado, la vesícula, la espina dorsal, la arteria aorta.

El autor explica luego que los cuatro brazos del río del Paraíso representan *los cuatro sentidos corporales: vista, oído, olfato y gusto*, los cuales, a su vez, simbolizan los cuatro primeros libros del Pentateuco: 
el Génesis es la vista, ya que con ésta se contempla el mundo cuya creación se relata; el Éxodo es el oído, aunque dada la insistencia que el simoniano pone en el Agua Amarga situada tras el paso del Mar Rojo igualmente podría haber sido el gusto; el Levítíco es el olfato, ya que en ese libro se habla mucho de humos sacrificiales; y el cuarto, Números, es el gusto, a causa de que, con un razonamiento traído por los pelos, el órgano del gusto lo es también de la palabra, y el libro es llamado Números *porque da cifras de todo*.

Por último, al Deuteronomio se le asocia con el *tacto del niño ya formado*, ya que el tacto recapitula los otros cuatro sentidos, así como *el quinto libro de la Ley es una recapitulación de lo escrito en los cuatro precedentes*. La asociación de los cinco libros de la Ley mosaica con los cinco sentidos corporales no es inocente, pues de ese modo los simonianos situaban la revelación de Yahvé en un plano meramente psíquico y animal.

Gilgamesh***